Después de una larga estancia fuera del Hotel hoy toca regresar. No serán las cosas, los objetos, tan inanimados ni tan desafectados como se puede llegar a creer, cuando ocurre que, allí donde no se habita, el desuso y la carencia de vida acaba por borrar cualquier rastro de vida. Todo parece más viejo, más cansado, más desgastado que si se hubiera sometido a un uso constante. Como en el reencuentro con un viejo amigo. Efectivamente así sucede y la sensación de soledad y desamparo se hace patente. Se hace carne en las paredes y la puedo contemplar como se ve una puesta de sol; con el alma en vilo. Me acerco a la puerta y levanto el felpudo para coger las llaves. Una familia de gusanos blanquecinos es devorada con alegría por una voraz colonia de hormigas rojas que se mueven como lava escupida por un volcán. Las aparto ligeramente con el pié, tímidamente, como si en verdad tuviera miedo de quemarme y me agacho para coger las llaves. Algunas hormigas suben por mi mano y me muerden en la nuca como si no hubiesen probado jamás nada más tierno. Curioso animal; si la creación les hubiese otorgado un tamaño más grande irían por ahí paseándose como reyes por la tierra, partiendo en dos cuerpos humanos sin atenerse ni a Dios ni al Diablo.
Abro la puerta y una atmósfera pesada como una ballena me golpea en la cara. Como si abriese un armario lleno de latas de conserva mal apiladas; como si hubiese habido una reunión secreta de muertos vivientes y deseosos de salir al mundo exterior lo hubiesen hecho en ese preciso instante, atravesando mi cuerpo y dejando en mi pituitaria un olor seco, como de cebollas podridas. Doy un paso. Necesitamos una seria ventilación. Estaría bien que de ello se encargase un alemán. Son gente eficiente. Se les puede confiar esa clase de trabajos. La pintura de las paredes está desconchada y las alfombras roídas y agujereadas. En el retrete una rata ahogada me da los buenos días, y es raro pues ya es casi de noche. Supongo que la vida en las cloacas es muy diferente. Un hilillo de agua que cae en el lavabo produce un gorgoteo casi sedante que le recuerda a mi estómago días amargos, con el sabor de la bilis en el paladar. Alguien se ha dedicado a desenroscar todas las bombillas y les ha dibujado ojos, nariz y boca. Lo raro es que tienen la cara triste y eso si que es algo extraordinario: no conozco a nadie que haya visto una sola bombilla que no sonría; la luz es alegría.
Me siento en una silla y medito seriamente mientras un gato me mira de manera inquisidora, como exigiendo de mí una sardina. El tiempo nunca va a ningún lugar sin nosotros. Parece que el tiempo se escapa corriendo, que siempre va un paso por delante. Pero solo lo parece. Los días son como una cuna de bebé en la que mecerse. El tiempo nos lleva de la mano como una madre lleva a los niños a la escuela. Así me encuentro; mecido por las olas del tiempo sin esperar nada a cambio. Echaba de menos mi querido hotel. Ese refugio para el alma; sanatorio para majaras; paraíso de santidad; oratorio para ascetas; reclinatorio para penitentes. A través de las ventanas sucias y de las cortinas raídas llega la luz de la luna y el fru-fru de las hojas de los árboles mecidas tiernamente por el viento. El gato duerme plácidamente y la rata del retrete canta a voz en cuello una oda a Robinson Crusoe. El regreso es alegría para el alma y me siento profundamente reconfortado. Una bandeja dorada decorada con arabescos a parece de la nada, flotando misteriosamente ofreciéndome una copa de vino y un pedazo de carne. Lo devoro con satisfacción y apuro la copa con una especie de necesidad imperiosa dictada desde una instancia superior desconocida. Estoy contento de estar de vuelta.
El Biblioburro
Hace 12 años